viernes, 2 de noviembre de 2012

Artemidoro 
El optimista es un ser escaso, casi extinguido, una rara avis que bien, o no se entera de cómo anda el mercado de ideas y la subasta de desahucios, o va puesto de benzodiazepinas. El optimista gasta una media del veinte por ciento más de energía que el ataráxico o el impertubable o el senero o no digamos el idiota. Pero en su loa ha de advertirse que nada tiene que ver con el estulto o el gilipollas, ni siquiera con el miserable o mezquino. Lo suyo es un don que a toda costa procura subyugar a su antípoda, el pesimista, quien cree que se ha venido al mundo para padecer los efectos de la culpa judeocristiana o calvinista.
    Mi vecino Artemidoro sale todos los días del portal de su casa sin arrugar el visaje, sin trabajo, sin recursos ni para tabaco, su caos económico es tan antiguo como la invención de la piedra, y sus hábitos tan rudimentarios que sabe hacer gratis todas las cosas: caminar, fumar, beberse el vino de las bodegas y querer a su mujer a pesar de la rutina que corroe todos los rincones de lo verdadero y lo sincero. La única cosa que no pueden robarle es  la oquedad de sus bolsillos, ni el dinero de su cuenta, ni la dignidad que le da su pobreza y su único futuro que consiste en mirarse al espejo y reírse del otro.

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